Niños malos

 No hay niños malos, son las circunstancias y quienes los rodean lo que conlleva a un buen o mal comportamiento infantil.

Hoy, dejando a mis hijas en el cole a las 9:00, recordé lo que podríamos llamar mi primer trabajo: una amiga me ofreció suplirla durante un mes llevando a un niño al Colegio, no ofrecían mucho dinero y no hacían contrato, pero yo con 17 años y estudiando en turno de tarde, quería unos vaqueros marca Lloyd's y, en aquella época, si ya tenías uno y no estaba roto, era casi un lujo que te compraran tus padres otro, así que lo acepté.

  Cogía muy temprano el Metro y llegaba a las 7:30,  me recibían casi en la puerta, el padre ni me saludaba, la madre, un poco más agradable, me daba alguna indicación y se despedía. Yo entraba en aquella casa ajena, sin apenas hacer ruido y me deleitaba con su inmensidad: un bonito piso moderno de grandes ventanales, dos baños (nada habitual por aquel entonces), cinco dormitorios y majestuoso salón con muebles de diseño, todo nuevo, casi sin uso (como los que aparecen en revistas de moda y papel couché). Me decía para mí "esta gente tiene que ganar mucha pasta" y, de alguna forma,
sentía cierta envidia del hijo que iba a cuidar y aún dormía.

  Ya en la cocina, igual de estupenda, abría su nevera para coger lo necesario para  el desayuno y el almuerzo del pequeño y me iba a despertar a Marcos. Éste era un niño malhumorado y hasta maleducado, al que me costaba sacar de la cama, peinar, vestir, lavar la cara y hacer tomar la leche con cereales; casi todos los días salíamos andando dirección al Colegio, que no estaba cerca, con la lengua fuera, casi a rastras, tirando de su mano que pretendía soltarse a cada paso y sin decir ni una sola palabra; al principio trate de ser muy amable y cariñosa con él, pero ni me miraba a la cara, y cuando lo hacía soltaba gruñidos ¡qué niño, más desagradable!, pensaba yo, así que a la semana de trabajar para sus padres, le deje de hablar y de alzar mi mano para decir adiós en la puerta del Cole;  Mario, en cuanto divisaba la puerta, susurraba enfadado ¡déjame!, soltaba mi mano y cruzaba el umbral sin girar la cabeza y sin despedirse, yo cansada de aguantarle, me cercioraba que accedía, daba la vuelta y descontaba un día para la compra de mis Lloyd's. El último día del mes, último de mi trabajo, la madre me dio un sobre con el dinero acordado y me dijo que guardaría mi contacto para cuidar de Mario en caso de necesidad de suplencias de mañana, tarde o alguna noche; al poco tiempo me llamó pero me excusé y no volví... También lo dejó mi amiga, admitiendome entonces que aquella familia era arisca, la miraban por encima del hombro, nunca le hicieron contrato ni le dieron de alta y además pagaban muy poco.

  Hoy despidiéndome con un beso de mis hijas, que ahora tienen la edad de aquel niño, se me ha venido a la cabeza una imagen triste de Mario, cabizbajo atravesando la puerta, absorto en el beso de otras madres a sus hijos o en el Buenos días que su padre no le daba al despertar; y me veo a mi con solo 7 años más que él, sin practicas en el trato con la infancia, ni paciencia, dandole órdenes mecánicas sin la más mínima empatía hacia sus sueños ni sentimiento. Y no tengo remordimientos profesionales, pues a pesar de mi corta edad, fui muy responsable, puntual y cumplí mi cometido, pero siento no haber entendido a aquel niño que, faltó de cariño, no sabía darlo ni recibirlo.
¡Pobre Mario!, sus padres le dejaron en manos ajenas -que apenas conocían-, sin experiencia: manos inexpertas para su cuidado, llenando a cambio su bolsillo de dinero y su habitación de juegos caros. Pobre niño rico, pobre de atenciones y cariño. Lástima de padres, que entre sus muchos bienes,  no supieron apreciar, estimar y dar cariño al más preciado.
Los niños necesitan saber que sus padres les quieren.

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